Caminamos lentamente, entrelazadas las manos como hace treinta años. Un par de veces le tuve que decir que ralentizase el paso y que mirase las cosas como si fuera la primera vez, que dejase una pausa entre un paso y el siguiente y que disfrutase de cada una de las pausas. La tarde de primavera era muy suave y nítida, veíamos al fondo, al otro lado de la bahía, la ciudad trimilenaria de Cádiz. La marea estaba muy baja y ofrecía al sol de poniente sus praderas de algas. Y frente a la terraza del Guanche, los viejos polvorines de Fadricas mostraban su fachada más amable: la de edificios históricos que esperan una nueva oportunidad.
Y dejamos pasar el tiempo en silencio. Las dos coca-colas nos costaron 3’20 euros, ¡qué barbaridad, quinientas treinta y tres pesetas por dos miserables coca-colas! ¡Coño! ¿Pero en qué país vivimos? Hasta en Berlín eran más baratas.
No fue difícil reencontrarnos. En apenas cinco minutos recordamos que la vida es algo más que la logística para mantener las cosas de casa a punto; que la intendencia diaria para mantener la cocina y la mesa dispuestas es una chorrada; que los hijos ya viven su vida y que sólo volverán en pequeñas dosis… Y también tuvimos tiempo para llamar a varios amigos:
– Esta es una llamadita de control: ¿Cómo está mi niña? Sólo queríamos saber de vosotros, nada concreto… y que sepáis que estamos a vuestra dispo…
Y así fue como volvimos a descubrir que el tiempo nos pertenece por el momento, y que es un privilegio vivirlo con ella. El tiempo… tal vez lo más valioso que nos queda, la esencia de todo.