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En busca de los Siete Lagos Subterraneos
Lo que sigue es un relato extraído del capítulo 11º de Crónicas de Villajovita. Pero hemos añadido fotos y datos posteriores a la edición…

La leyenda. Fantasmas, troleros, mentirosos, jaraneros y embaucadores siempre han existido. Por entonces había algunos chavales mayores que decían que al oeste existían Siete Lagos Subterráneos, y parecían decirlo así, con mayúsculas, porque contemplarlos era una experiencia casi mística. Y cuando se les preguntaba: ¿Dónde están los siete lagos? Respondían: Al oeste. Pasada la Ballenera, pasado el Valle de las Grandes Piedras Blancas, pasada la Isla del Perejil, pasada la Sierra de las Tortugas, por la Playa del Bosque de Algas… por allí, por el oeste.
Puede que esta leyenda, que flotaba en la imaginación popular, fuese un reflejo lejano de las míticas Grutas de Hércules que cantara Homero. Según éste, era el lugar donde se refugió a descansar el semidiós después de separar los continentes y cumplir los doce trabajos que le encargara Euristeo…
El oráculo aconsejó a Hércules ponerse al servicio del rey Euristeo durante doce años, pero éste, temeroso de que la intención de Hércules fuese arrebatarle el trono, decidió encargarle trabajos imposibles de realizar. 1º Traer la piel del león de Nemea. 2º Dar muerte a la hidra de Lerna. 3º Capturar la corza del monte Cerineo. 4º Capturar el jabalí de Erimantea. 5º Limpiar los establos de Augías. 6º Exterminar los pájaros de Estínfalo. 7º Atrapar al toro de Creta. 8º Arrebatar las yeguas a Diomedes. 9º Obtener el cinturón de Hipólita, reina de las Amazonas. 10º Conseguir los rebaños del gigante Gerión. 11º Traer las manzanas del jardín de las Hespérides. 12º Raptar al can Cerbero. |
Estas grutas existen en realidad en el cabo Espartel, cerca de Tánger, en la playa de Robinson. Son un conjunto de cuevas que el mar ha horadado en la roca calcárea y que sirvieron de refugio a piratas y corsarios durante siglos. Además, para dar más alas a la imaginación, las paredes están llenas de extrañas inscripciones atribuidas a los habitantes de la desparecida Atlántida.
Pero la realidad es más prosaica… «Esas inscripciones se encuentran tanto dentro como fuera de la cueva. Se produjeron al sacar las ruedas de molinos que utilizaban. Dado su tamaño, eran de mano. En Padul (Granada) hay otras de mayor tamaño, hechas para ser movidas por el agua. La edad varía desde antes de los romanos a los árabes». Carlos Sanz de Galdeano |
Sin duda, las Grutas de Hércules cumplen todas las condiciones para disparar la imaginación. Pero entonces nadie sabía de su existencia porque Marruecos no era un destino turístico y esas grutas no aparecían en los mapas.
Así que no quedó más alternativa que comenzar nuestra propia exploración. Ora iba un grupo hacia el oeste y regresaba contando algo poco concreto, que habían llegado a la playa del bosque de algas, pero que allí le habían dicho que sí, pero que tal, pero entonces… Ora aparecía otro diciendo que los había encontrado, pero que sólo era uno. Recuerdo que Cóico era uno de los puñeteros troleros que decían haber estado en los lagos.
Hasta que un día fuimos un grupo de gente de Villajovita vinculados a la parroquia (recuerdo a los hermanos García –Pedro, José Mari y Mª Angustias–, Afri del Valle, los hermanos Álvarez (Adelaida, Rocío y Octavio), Luis y Paco Cordero, Chechita, Paco Díaz Inniagaraga, Pepito Lorente, Antonio Sedano, Luis Hernández de Loma, etc.) En el intento de encontrar aquellos míticos Siete Lagos caminamos hacia el oeste.
La Ballenera. Durante un tiempo la Playa de las Barcas fue el extremo oeste de nuestras exploraciones. Pero cerca, en la misma línea costera, se encontraban los restos de una factoría ballenera de principios del siglo XX. Estaba en la orilla pedregosa, al pie del acantilado de Ras el Aiún, una impresionante pared rocosa vertical de sesenta metros de alto, que la resguardaba de los vientos de poniente. Y dicen los entendidos, que bajo el mar continúa el acantilado otros tantos metros igualmente impresionantes.

Desde la Playa de las Barcas hasta la Ballenera se sucedían calitas de piedras y aguas llenas de algas, escolleras y pequeños acantilados, pero no más playas arenosas. Un puñado de casas se apiñaba en torno a la factoría, una típica nave industrial que se enfrentaba y bajaba hasta el agua en una rampa descendente de cemento. La típica rampa por donde halaban los cetáceos para descuartizarlos en el amplio patio. Extraían fundamentalmente aceite, aunque la ballena es como el cerdo, se aprovechaba absolutamente todo. De su grasa, el esperma de ballena, se sacaba aceite y hasta se utilizaba para fabricar un tipo de pólvora; de la cetina, perfumes; de las barbas, las ballenas de las camisas, y peines; de la carne, cuando no se vendía en la plaza de abastos de Ceuta, se hacían conservas, piensos, etc. La historia y la actividad de este lugar debió languidecer a partir de 1946, cuando se reguló y prohibió parcialmente la caza de ballenas por el Tratado de Washington.

La calita de la Ballenera era de aguas profundas y transparentes. Los más osados se bañaban en ella pero los prudentes no sabíamos qué cosas raras podían habitar por ahí debajo y aguantábamos el calor en seco. En varias ocasiones recorrimos la factoría. Estaba casi desmantelada. Algunas máquinas permanecían ancladas al suelo y grandes piezas de metal se esparcían por el lugar. Recuerdo una vez que Chechita, Pepe Lorente y servidor cogimos unas tuercas enormes, pero nos vio un lugareño que nos amenazó con denunciarnos al guardia del puesto fronterizo. Las dejamos, por supuesto.

El Valle de las Grande Piedras Blancas. Desde Benzú, más concretamente, desde el cafetín moruno donde servían el mejor té verde de Ceuta, se podía contemplar una extraordinaria puesta de sol. Según en qué época del año, el sol caía sobre una lengua de tierra, una meseta rocosa, que se adentra en el estrecho: Punta Leona o Rás Lebia. La superficie de esta península es lo que llamamos el Valle de las Grandes Piedras Blancas.


La ruta partía del puesto fronterizo de Benzú. Dejábamos a la derecha la Playa de las Barcas y, más adelante, la desviación de la Ballenera para proseguir hasta la base de Punta Leona. Justo ahí, junto a una casa del lugar, surgía un manantial de agua fría y clarísima. La señora que allí vivía siempre nos recibía con una sonrisa maternal. Era un punto fijo de parada. Nos refrescábamos, bebíamos hasta la saciedad y rellenábamos las cantimploras para proseguir la ruta.

Nunca recorrimos la península de sur a norte, hacia la punta. Siempre la atravesábamos de este a oeste, de manera que desde la base la podíamos contemplar en toda su longitud, y esa perspectiva fue la que le dio nombre. Toda la extensión estaba plagada de piedras/rocas redondeadas y blancas, parecían cantos rodados, pero sólo era una ilusión óptica porque aguzando la vista podías llegar a ver (si se daba el caso) una reata de burros progresando por entre los cantos rodados, y sólo entonces caías en la cuenta de que no eran cantos sino enormes rocas redondeadas, tan grandes como varios hombres. Pero esa sensación no la perdías por mucho razonamiento que implicaras: tus sentidos insistían en considerar que la reata de burros y su conductor eran del tamaño de lagartijas, y que las piedras eran realmente cantos rodados de dos kilos de peso. Curiosa sensación. Por eso la denominamos como el Valle de las Grandes Piedras Blancas. No era exactamente un valle, pero era un lugar mágico y único.

Cuenta EMILIO BARRANCO: «Te quiero confirmar parte de las difuminadas impresiones que me quedan de mi paso por Punta Leona cuando hicimos un excursión, allá por los 60, estando yo en los agustinos. Ciertamente, después de deambular por el paraíso de la Playa de las Barcas, subimos a las piedras blancas del lugar, y nos encaminamos todo que pudimos hacia el Norte, siempre por la cresta de Punta Leona y, efectivamente, habían unas posiciones bélicas desmanteladas. Tuve la oportunidad de desollarme una rodilla en uno de esos círculos horadados en la roca, donde en su día estuvieron emplazadas grandes piezas de artillería que, dado el tamaño de los círculos, debían ser descomunales. Estos círculos debían contener los raíles necesarios para dotar de movimiento giratorio a las piezas. En aquel momento no quedaban restos metálicos ni de otra especie en el lugar, tan solo la construcción. Para que te hagas una idea te envío una foto antigua de la batería de Valdeaguas (Hacho Norte), que por época, o por diseño, sólo permitía un movimiento semicircular. No conservo foto de mi hazaña: en aquellos días era un poco más gilipollas». (¡Que no, hombre, solo despistadillo!) |

La Isla de Perejil. Dejando atrás ese valle y siguiendo la costa hacia el oeste, tomamos una senda pedregosa que discurre a unos 80 metros sobre el nivel del mar, en la ladera noroeste del Yebel Musa. La pendiente de tal ladera es enorme. La caída hasta el mar no es vertical, pero un traspié te haría rodar inevitablemente sin poder parar. Con nosotros venía Luis Cordero, que por culpa de la poliomielitis andaba con muletas y tenía un pie más corto que el otro, pero estuvimos pendientes de echarle una mano porque si caminar ya era difícil con dos pies sanos, para él era doblemente dificultoso. Pero lo llevó con dignidad e hizo toda la ruta sin un lamento.

Y frente a ese camino se alzaba en el mar, a unos 200 metros de la orilla, el islote de Perejil. Un peñasco de unos 72 metros de altura y kilómetro y medio cuadrado de árida, pelada y desierta roca… pero atractivo. Recuerdo que el agua que la separa de tierra firme era tan cristalina que la sombra de una barca se proyectaba nítida en el fondo, a 15 metros de profundidad.

La Sierra de las Tortugas.La ladera noroeste del Yebel Musa, la que acaba en el mar del estrecho, es pura piedra. No crecían ni arbustos ni árboles. Sólo algunos líquenes se fundían con la roca. Pero al fondo, siempre al oeste, se adivinaba entre la bruma un monte completamente verde. Eso fue lo que bautizamos con el nombre de Sierra de las Tortugas, en realidad tiene otro nombre, es el Yebel Yuima.

Para llegar había que marchar unos siete kilómetros, pero la recompensa fue grande. El Yuima era un bosque de acebuches, pinos, moreras y madroños, que reconfortaba después de la aridez del camino que habíamos llevado hasta entonces. Pero lo más asombroso fue encontrar siete parejas de tortugas por el camino, sin buscarlas. Se ve que cogimos el día de celo. No eran galápagos, eran tortugas moras o griegas. Todo el que quiso se llevó una tortuga, y en el sótano de la parroquia de Villajovita, que tenía un terreno anexo, hubo una de éstas hasta que se escapó a vivir su vida. Yo recuerdo que eran muy numerosas y se las veía con frecuencia por la huerta de José, junto al arroyo Bacalao de Villajovita. Sobre el año 1962 encontré una con el caparazón fracturado por una piedra, no podía moverse. ¡Así de crueles eran algunos niños! La agonía del pobre animal duró cinco días, los conté, porque aspiraba a recuperar el cráneo cuando los gusanos hicieran su trabajo.

Hoy día, un lugar como la Sierra de las Tortugas, un oasis de vida en mitad de las piedras peladas, debería ser un Parque Natural, una joya de la naturaleza. Pocos sitios como ese deben quedar. Ese día, nosotros depredamos sin piedad y con total ignorancia porque entonces no teníamos conciencia del daño ecológico que hacíamos, es más, no creo ni que existiera esa palabra. ¡Lástima! En España la tortuga mora está protegida desde una ley de 21 de Septiembre de 1973… pero sus caparazones han seguido viéndose entre los recuerdos turísticos marroquíes convertidos en ridículas guitarras.
La Playa del Bosque de Algas.Sin duda, el Yebel Yuima, nuestra Sierra de las Tortugas, era una rareza en mitad del plegamiento del Rifs porque, una vez atrave-sado, volvían las piedras peladas y la aridez total. Esta vez bajando suavemente hacia una playa en mitad del golfo El Marsa, entre las puntas Ras Zulban y Ras Marsa.
Desde lo alto parecía una playa arenosa, pero in situ resultó ser de grava gruesa y cantos rodados. Un pequeño río se quedaba con las ganas de desembocar en el mar, y se extinguía entre los cantos rodados convertido en un charco verdoso –Manolito Señor recuerda que en una de las excursiones que hicieron con el padre Béjar, mientras algunos chicos se bañaban en ese pobre río, les rodearon cientos de pequeñas serpientes–. Sea como fuere, era la primera playa útil desde la Ballenera y, lógicamente, se nos olvidó que estábamos buscando siete maravillosos lagos subterráneos y nos lanzamos ladera abajo pensando únicamente en el baño que nos íbamos a dar.

Pero el agua no era cristalina; extraño, porque nada podía ensuciarla en esos confines. Estaba turbia y verdosa, como una sopa de pujante vida microscópica, y pronto descubrimos por qué. A unos quince metros de la orilla se alzaba un muro de algas que llegaban hasta la superficie. Eran sargazos, anchas y jugosas tiras de color pardo [alga feofícea de la familia de las fucáceas. Los japoneses le dan numerosos usos… y se las comen], que crecían con una densidad enorme y hacía imposible nadar sobre ellas, ¡el que quisiera nadar sobre ellas! Porque servidor, en cuanto descubrió esa masa impenetrable, con vaya–usted–a–saber–qué–cosa–oculta–detrás, dio media vuelta y salió del agua. De ahí el nombre que le dimos a la playa de El Marsa.
Después del baño, la gente se olvidó de los siete maravillosos lagos subterráneos, y se abandonó a la molicie y la pereza. Teníamos una remota playa, perdida en mitad de la costa marroquí del Estrecho, para nosotros solos. Así que fue fácil tumbarse a tomar el sol, disfrutar de su exclusividad y reponernos de la caminata. Pero Paquito Inniagaraga, Chechita –que llevaba su cámara que sacaba 72 fotos con un carrete de 36– y servidor nos marchamos a investigar por los alrededores, porque si la leyenda de los Siete Lagos era cierta, debían estar cerca, en una cueva por ejemplo. Pero por allí no se adivinada nada parecido. Así que caminamos hacia una de las casitas diseminadas en la loma que terminaba en la playa. En la primera nos recibieron muy cariñosamente, con la misma hospitalidad innata que existía en los pequeños pueblos andaluces hasta hace bien poco. Máxime cuando no debían ser muy frecuentes las visitas. Hasta nos fotografiamos con la hija del matrimonio, que cosía una prenda en una vieja máquina Singer. Y cuando les preguntamos por los lagos, nos aseguraron con total certeza que tal cosa no existía por allí…
…definitivamente, los Siete Lagos Subterráneos fueron una bonita patraña, pero mereció la pena buscarlos.
Es un relato extraído de Crónicas de Villajovita, páginas 246-254