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San Fernando, 1936 / PRÓLOGO
El prólogo es cortesía de don José Luis Gutiérrez Molina, Licenciado en Psicología y doctor en Historia Contemporánea, Investigador del Grupo de Investigación Historia Actual de la Universidad de Cádiz y director científico de la página web Todos los Nombres (www.todoslosnombres.org) / AQUÍ una muestra de sus publicaciones

A modo de reflexión sobre las páginas que el lector va a leer
No es poca cosa este libro. Plantea cuestiones y nos lleva a formularnos preguntas que no tienen fácil respuesta. Más aún, nos hace reflexionar sobre esos cuartos oscuros que tenemos personas y sociedades. Como escribe Miguel Ángel, la pregunta incómoda es: ¿cómo ciudadanos “normales” pudieron normalizar, individual y colectivamente, los crímenes que se ejecutaban y convivir con quienes los realizaban directa o indirectamente, otorgándoles legitimidad y justificaciones?; ¿cómo se pudo callar ante tanto asesinato, robo y represión? En definitiva, ¿cómo pudo normalizarse ese discurso de odio que alentaba a la eliminación de los considerados “malos españoles” frente a los “buenos”, los golpistas, que representaban a la auténtica patria española? Y hasta hoy.
No tenemos respuestas satisfactorias, ni siquiera las tienen sociedades en las que el golpismo y la dictadura, fueron derrotados. En consecuencia, menos las tendremos en España en donde esos discursos se han conservado vigentes. Utilizaremos un par de ejemplos: uno, el de identificar a la Segunda República con violencia; otro, el hecho de seguir justificando y blanqueando la represión, a sus autores y propagandistas. Así, el discurso de odio, el de la identificación de la nación con los “buenos españoles”, con los ideales golpistas, se mantiene y a su vez alimenta la ponzoña fascista que rebrota con fuerza.
Miguel Ángel nos propone como pretexto estilístico recorrer el camino que llevó al asesinato de Cayetano Roldán, médico y alcalde, y analizar las piedras que lo componen: desde los días del golpe y sus protagonistas en la ciudad, hasta llegar a quienes elaboraron el discurso de que existía un mundo que era necesario eliminar. Ese universo de monstruos, sabandijas y siervos de Luzbel al que combatían la iglesia, la católica, no podía haber otra; la Falange de los amaneceres; las simpáticas señoritas; los balillas; los milicianos “buenos españoles”; los requetés, margaritas y pelayos; Vallejo Nájera y don Rafael y Ferragut.
Todos ellos actuaron con el consentimiento activo o por omisión del conjunto de una sociedad que hizo, hace todavía, del miedo la mejor excusa para calmar su conciencia que grita ante el espanto del espejo donde se refleja el exterminio de aquellos con los que, hasta hacía poco tiempo, habían compartido espacios sociales, laborales e incluso amistades.
No me han abandonado durante la redacción de estas líneas Hanna Arendt y su estudio Eichmann en Jerusalén. En especial cuando habla de que las actuaciones nazis estaban amparadas por leyes, decretos y reglamentos. El crimen era legal. En el caso de San Fernando, la legalidad de los crímenes no procedía de un ordenamiento constitucional como al menos se considera que lo tenía el nazismo hasta septiembre de 1939. La “legalidad” de los golpistas españoles provenía directamente de su fuerza bruta. Eso sí, convertida en “normal” porque se suponía que la llevaban a cabo personas “normales”. El odio contra marxistas, masones y judíos se normalizaba porque la ejercían referentes como las autoridades civiles y militares, los curas y los ciudadanos “ejemplares”. Los de “toda la vida”, los que siempre habían mandado.
El relato golpista y franquista ha triunfado por goleada, no solo en 1939, sino durante los cuarenta años de dictadura, a lo largo de la transición y, nuevamente, en las décadas de la actual democracia. De hecho, ni siquiera en algún momento empató. Si tenemos presente esto, podremos entender mejor lo que ha ocurrido con la placa de Pemán y el nombre del estadio municipal en Cádiz. También que un juez en los madriles haya considerado no probada la participación de Millán Astray en el golpe y la represión y que su nombre sustituya al de una maestra represaliada. Algo así como poner al verdugo y quitar a la víctima.
Este es un libro que puede molestar: a algunos porque es posible que les despierte de la perenne siesta en la que viven como miembros de esta sociedad silenciosa, autosatisfecha, acrítica, ignorante y sumisa; a otros porque les recordará hechos y acciones en las que participaron sus antepasados y preferirían su continuidad bajo el manto de la amnesia. En ambos casos habrá quien se revuelva enojado y justificará, una vez más, lo ocurrido. Ya se sabe: se hizo lo que había que hacer.
El franquismo fue el único régimen fascista que sobrevivió y, como ya se ha dicho, su relato ha ganado entonces y hoy. Todavía está en la esencia del pensamiento de demasiada gente normal. Es el resultado de las políticas de mirar hacia delante o pasar página, aunque, afortunadamente, hay grupos que se resisten a abandonar la batalla. Este libro es una buena muestra.
El lector sentirá el vértigo del horror, la atracción del vacío. Se sentirá atrapado por el relato de hechos terribles. No se trata de narraciones sobre cámaras de gas, torturas o amputaciones; ni siquiera sobre fusilamientos, violaciones o maltratos cotidianos físicos y mentales. Lo que aparece ante nuestros ojos es la expresión más básica del odio en un artículo, una crónica periodística, un inserto de un diario, un anuncio, una carta…
Es el horror de lo supuestamente banal que, como gotas de agua, cala en las mentes hasta convertir en normal lo anormal. Es presentar a la víctima como culpable creando un relato en el que el verdugo desaparece, todo se justifica, se miente, se insulta, se denigra y se cisca entonces y ahora en eso del honor personal de las víctimas que tanto parece preocupar y resulta ser patrimonio de unos pocos.
Lamentablemente el libro aparece en un momento oportuno. Poco a poco, sin que se le dé demasiada importancia, reaparecen argumentos y planteamientos sociales y políticos que nos recuerdan demasiado a aquellos. Ya no necesitan siquiera utilizar la frase: “que no se repita lo sucedido”. Siempre he pensado que cuando lo decían, lo que muchos estaban queriendo decir era que no tuvieran la necesidad de repetir aquello que estimaron necesario hacer en 1936. Se consideran ilegítimos a los gobiernos, se acosan y difaman a los políticos no afines y se judicializa la vida política. Los “malos españoles” reaparecen frente a los “buenos”, los auténticos representantes del país.
Como en 1936, hasta a los reformistas se les cuelga la etiqueta de comunistas y se les representa como diablos rojos con cuernos y rabo. Bueno no, algo ha cambiado, ahora llevan coleta.
José Luis Gutiérrez Molina