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San Fernando, 1936 / Epílogo

«No hay más que un camino: nada de derechas ni de izquierdas; nada de partidos: un gran movimiento nacional, esperanzado y enérgico, que se proponga como meta la realización de una España grande, libre y unida».

José Antonio Primo de Rivera, 5 de diciembre de 1935[1].
Captura de imagen del vídeo Las emociones de la memoria (Youtube), de Fco. Javier Pérez Guirao. Fosa de represaliados del franquismo en Puerto Real.

La II República española representó un intento reformista frente a dos propuestas antagónicas. Sus intentos renovadores se podrían resumir, sin ánimo de ser exhaustivos, en cinco puntos:

  1. La construcción de un Estado descentralizado y laico.
  2. Alcanzar la igualdad legal y efectiva de la mujer.
  3. Desarrollar una reforma agraria.
  4. Proponer razonabilidad en las relaciones laborales.
  5. Lograr una educación universal, pública, laica y gratuita que consiguiera a medio plazo la redención de la clase obrera.

Esos intentos renovadores alteraron radicalmente el estatus tradicional de la sociedad española, es decir, el equilibrio secular entre las élites y las clases depauperadas. La República supuso un intento regenerador, saboteado desde el primer momento por los que no estaban dispuestos a ceder sus privilegios a esa chusma de indeseables, entre otros varios motivos, porque tal cosa no era natural, no era lo que Dios había dispuesto.

La II República propició que los sectores menos favorecidos de la población se empoderaran y cuestionaran su sumisión a las élites dominantes y, en consecuencia, éstas se opusieron desde el primer momento a las reformas. Reformas que, por otro lado, siempre fueron insuficientes, en grado y en tempo, para buena parte de las clases necesitadas de cambios. Los intentos revolucionarios de base proletaria, por un lado, y las presiones de las fuerzas conservadoras, por otro, hicieron pinza ahogando la posibilidad real de la República.

Posiblemente, en San Fernando las políticas republicanas que crearon más crispación en las élites de la sociedad fueron, en primer lugar, la laicidad del Estado[2], traducido en el intento —fallido, por otro lado— de considerar a la Iglesia una organización como cualquier otra de las que coexistían en el país y, más aún, el intento de apartarla de la educación nacional. Por otro lado, la emergencia del poder obrero, ejercido bruscamente y sin complejos después del apagón sindical que impuso la dictadura de Primo de Rivera. Este renacimiento sindical causó enorme inquietud entre las élites acomodadas. En lo local, los representantes políticos en la Corporación municipal ya no eran exclusivamente militares retirados o industriales acaudalados, sino sus subordinados y empleados.

Las pautas del gobierno para desarrollar una educación laica en las escuelas del Estado, y el control de lo que se decía desde los púlpitos[3] —el mismo control que se ejercía sobre cualquier tribuna de oradores mientras estuvo declarado el estado de Alarma eran hechos inconcebibles para la sociedad isleña. No aceptaron que la libertad de conciencia, y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión, quedaran garantizados en el territorio español[4]. La laicidad del Estado suponía que la religión católica pasaba a ser una más de todas las posibles. Esos intentos de desarrollar las políticas republicanas fueron entendidos como una persecución a los privilegios de las personas de orden y recta moral… y, llegado el momento, los defendieron sin valorar si tales políticas eran realmente necesarias o no. A esto hay que sumar la quema de iglesias y manifestaciones anticlericales en buena parte de España —perpetradas por enemigos de la República desde el otro extremo ideológico—, que flaco favor hicieron a los propósitos de ésta.

En la tarde del 18 de julio, conquistado el poder con las armas en San Fernando, se inicia una represión rocosa y sostenida que arrancó de cuajo la experiencia democratizadora de la II República. Con el golpe de Estado comienza un control violento de la población, es decir el despliegue de prácticas punitivas destinadas a condicionar las actitudes, y a penalizar comportamientos sospechosos de ser beligerantes con la sublevación militar y el nuevo orden. La visibilidad de la violencia desplegada consigue que la casta de vencedores alcance la cúspide de la sociedad y la divida de forma fulgurante en dominantes y dominados. Inmediatamente, se inicia una campaña de identificación para señalar a los que llamaron malos españoles, con el objetivo de eliminarlos físicamente del cuerpo de la nación. Una represión que quedó integrada íntimamente en el régimen franquista y que convirtió el país en un inmenso cuartel con los calabozos atestados de ciudadanos y las fosas comunes repletas de muertos. Para el éxito de la tarea patriótica fue fundamental eliminar físicamente al enemigo, pero también someter al terror a los vencidos vivos para situarlos en el lugar adecuado de la nueva sociedad.

Muchos isleños no solo pudieron leer esas intenciones en los periódicos locales y provinciales, sino que lo sufrieron en carne propia. En septiembre de 1936, el alcalde Isasi Ivison reiteró públicamente la persecución que ya se había iniciado con una circular «…encaminada a depurar las actuaciones de aquellos empleados dependientes de los municipios que, con olvido de sus deberes, pertenecieron al llamado Frente Popular, sancionándolos con la definitiva separación de sus cargos»[5]. Continuaba explicando que tal depuración debía extenderse «…a las actividades oficiales y particulares que contribuyeron a la ruina de España…». Estaba meridianamente claro que para los sublevados era indispensable extirpar la parte enferma eliminando de raíz las ideas antiespañolas que, decían, emanaba de ese constructo judeo-masónico-marxista que era para ellos la República. Y nada mejor para eliminar las ideas que aislar socialmente a sus portadores o inculcarles un terror paralizante que dura ya tres generaciones. Y, si encartaba, eliminarlos. Y se hizo.

A lo largo de estas páginas, repasando el discurso ambiental que desplegó la casta de vencedores en la prensa local, hemos percibido cómo las élites de la nueva sociedad —monárquicos, el Ejército victorioso y la Marina, las derechas, los tradicionalistas, la Iglesia, el fascismo y las distintas oligarquías económicas— se definen a sí mismas como buenos españoles y buenos católicos. Eran un grupo cohesionado en torno a la sangre y al sufrimiento de sus vecinos caídos en desgracia y, salvo excepciones honrosas, no pudieron o no quisieron interceder para salvar vidas.

Para ellos, el alma de España era la religión católica y, asumida tal premisa como algo incuestionable, una España laica, como proponía la República, sería una nación sin alma. Por tanto, no era posible construir un Estado laico. Esos buenos españoles acaban definiendo una patria excluyente, diseñada a su medida. Es una singular patria que les pertenece y en la que solo caben los adeptos… aunque los hermanos quedasen fuera. Para ellos, la República, y su política de cambios sociales, estaba defendida por «…esos traidores rojos, enemigos de Dios y de la Patria y de la dignidad humana, bárbaramente atropellada desde que el marxismo anticristiano se instauró en esta hidalga tierra…»[6]. No tenían dudas.

El discurso ambiental que llegaba a los vecinos de La Isla, y a los de las zonas ocupadas, muestra que el concepto de nación que impusieron los triunfadores no pretendía la integración de vencedores y vencidos en un proyecto vertebrador, sino todo lo contrario, buscaba demonizar al enemigo vencido, para eliminarlo y desarrollar una patria nueva, descontaminada, higienizada… «sajar sin contemplaciones. No importa que el escalpelo haga sangre…», decía José Antonio, la figura idealizada del fascismo patrio.

El discurso que hemos repasado en estas páginas nos enseña la estrategia de intimidación que aplican todas las dictaduras militares para mantenerse en el poder: en nuestro caso, señalar a los republicanos, definirlos como hombres sin-Patria y despojarlos de humanidad para eliminarlos física o socialmente sin reparos morales. Finalmente, olvidarlos mediante el silencio institucional. Y para eso, las autoridades que mandaban en San Fernando (y en cualquier otro lugar fue similar), aplicaron los mecanismos oportunos —violación del domicilio familiar, exhibición de detenciones arbitrarias, malos tratos visibles y ejemplarizantes, ejecuciones y desaparición de los cuerpos, control de la información, incautación de bienes y expulsión de los trabajos que llevaba a la miseria familiar, deportaciones y ostracismo social— dirigidos a extinguir no solo las conductas abiertamente disidentes desde el punto de vista ideológico, social o moral, sino a castigar a las personas que hubiesen estado comprometidas administrativamente con la República. Y, entiéndase que, para poder extinguir las conductas disidentes, lasautoridades dominantes se sentían autorizadas para aplicar violencia física, económica y social contra sus vecinos. La ejecución de esas violencias nos enseña de lo que es capaz de hacer el ser humano con una ideología de odio y muerte entre sus manos.

Para muchas mujeres y hombres, la represión desplegada por los sublevados significó empezar desde la penuria, les obligó a enterrar el pasado reciente y apartar la política de sus preocupaciones inmediatas para refugiarse en lo estrictamente privado. O eso, o las consecuencias de ser considerado uno de los malos españoles, un sin-Patria, un sin-Dios. Crearon dos generaciones de españoles silenciosos, acríticos, políticamente ignorantes y sumisos al poder omnipresente de un general bajo palio y rodeado de curas. Y, en consecuencia, la tercera generación nació y vivió en la ignorancia de su pasado.

Los buenos españoles eran personas de orden, que defendían sus tradiciones y sus privilegios porque eran derechos divinos y porque existía una línea que separaba a vencedores y vencidos que convenía no olvidar. Existía en ese tramo de la sociedad isleña una aporofobia natural que a veces afloraba en los textos periodísticos de manera involuntaria y subliminal… había que dar limosnas, vale, pero cada cual debía permanecer en su sitio y era antinatural que los indeseables se mezclen con las personas respetables. La Iglesia estaba en sintonía con esa apreciación y considera que era su derecho y su deber recuperar el poder espiritual sobre las masas descarriadas por el marxismo. Era una prioridad para el clero rehacer su control exclusivo sobre la familia, los hijos, la muerte y, por encima de todo, sobre la educación. Todas ellas, cuestiones que la República intentó arrebatar al clero, intento que se percibía como inaceptable y contranatural. Recordemos que la Iglesia manejaba —y sigue manejando— un mensaje divino inapelable, era y es un mensaje revelado directamente por Dios. Es la verdad absoluta. Es decir, no pueden estar equivocados —ni la Iglesia ni sus clérigos— cuando afirman que toda autoridad emana de Dios y no hay más autoridad que la que emana de Dios y la Iglesia ratifica[7]… siempre fue antinatural e inasumible que la autoridad emanase del pueblo como pretendía la Constitución de 1931. Ser depositarios y manejar el único mensaje verdadero —el mensaje de Dios mismo— hace de la Iglesia un potencial engendro de intolerancia.

El discurso ambiental que escucharon y leyeron los isleños fue la palabra de una España que jamás buscó la reconciliación con los vencidos, sino su eliminación. Para el Nuevo Régimen el rojo era culpable per se, con independencia de su comportamiento social. Únicamente el exterminio físico o social corregía tal condición. El problema que supuso para la España victoriosa la existencia del rojo se solventaba con su eliminación, un posterior tiro en la cabeza y una fosa anónima y discreta. Lo hicieron y vencieron.

Las palabras difundidas en el discurso ambiental justificaron la represión que se desplegó desde el 18 de julio de 1936 contra una clase ideológica, en La Isla y en el resto de España. Sí, las palabras pueden ser un arma de destrucción masiva cuando las disparan los amorales. Cuando los que tienen una tradicional ascendencia moral sobre el pueblo llano —léase sacerdotes de sotana negra perorando desde púlpitos— y los poderosos son amorales, pueden convencer a la gente común de cualquier cosa. Nos convencen de quimeras indemostrables y hacen que muchos hombres matemos y muramos en nombre de sus principios o de sus patrias. Principios y patrias que deben ser cuestionables.

El nazismo alemán perdió la guerra en 1945. Fueron derrotados militar, política y emocionalmente, y se les condenó en Nüremberg. Buena parte del mundo entendió que ese tipo de regímenes (nazismo alemán, fascismo italiano, estalinismo soviético y franquismo español) y los crímenes que cometieron eran condenables. El pueblo alemán asumió una catarsis histórica que lo integró de nuevo entre las naciones civilizadas. Pero en España, sus equivalentes políticos no fueron derrotados: ellos fueron los que derrotaron totalmente a la República. Los franquistas —esa mezcla de militares, fascistas y fanáticos católicos— no tuvieron su Nüremberg particular. Lo que tuvieron fueron 40 años para desarrollar ampliamente, y en profundidad, los mitos que conformaron la ortodoxia del régimen y que se incrustaron en la identidad colectiva de la sociedad española. Crearon una sociedad con valores antidemocráticos y tuvieron tiempo para blanquear sus crímenes inventando un relato a su medida y que, hoy día, ya en el siglo XXI, aflora de nuevo como una verdad blanqueada. Y cuando murió el dictador en 1975, tampoco hubo condena. Todo lo contrario, a los franquistas y a sus crímenes no reconocidos se les amnistió… fue el precio de una Transición modélica que se estudia en todas las universidades del mundo, y que supuso la mutación de una dictadura a una democracia formal promovida y amparada por los poderes fácticos en manos franquistas. No, los herederos del franquismo político, judicial, militar y económico no condenaron el viejo régimen y siguieron detentando el poder en la sombra. Por eso siguió latente, y ahora aflora de nuevo, sin complejos, el viejo relato y la ponzoña política del fascismo patrio.

El discurso ambiental que se propaló en San Fernando en 1936 propició el exterminio físico o social de los que habían apostado por una República en la que todos los poderes del Estado emanaban del pueblo. Apostar por esas ideas, y acabar en una fosa anónima por defenderlas, los hace grandes y dignos de nuestro recuerdo. A pesar del intento sostenido que desarrolló el franquismo para olvidar a los que resistieron, nos queda hoy el clarísimo ejemplo que nos dieron unos y otros y, sobre todo, la pedagogía que ambos nos ofrecen para aprender como pueblo… si eso fuera posible. Lo de aprender, digo…

«…que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón».

Manuel Azaña, 18 de julio de 1938


[1] GÓMEZ MOLINA, 1969. Op. Cit. Pág. 49
[2] Artículo 3º de la Constitución de 1931: El Estado español no tiene religión oficial.
[3] Véase LÓPEZ MORENO, 2020. Op. Cit. Don Recaredo y don Cayetano. Pág. 117 y siguientes.
[4] Artículo 27 de la Constitución de 1931: La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública…
[5] HMHMSF. La Correspondencia de San Fernando, 2 de septiembre de 1936. Alcaldía de San Fernando. Circular del Gobierno Civil de la provincia.
[6] HMHMSF. La Correspondencia de San Fernando, 7 de noviembre de 1936. Alocución del Gobernador General del Estado.
[7] Véase LÓPEZ MORENO, 2020. Op. Cit. El origen de la autoridad. Pág. 131 y siguientes.


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