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República, alzamiento y represión en San Fernando / Epílogo

La represión no solo causó muertes en San Fernando. Son incontables las personas vinculadas a esta ciudad que sobrevivieron al asesinato. Son los padres, hijos y mujeres de los muertos. Mientras unos morían rápidamente con un tiro de gracia, los demás miembros de la familia malvivían sin recursos y abandonados por antiguos amigos que no podían arriesgarse a mostrar cercanía con unos rojos que algo habrían hecho para merecer eso. Los padres y madres, las viudas y los huérfanos también merecen ser recordados.

Son innumerables las personas sometidas a investigación que sobrevivieron a detenciones en la prisión municipal o en los penales de la Casería de Ossio y Cuatro Torres; cientos los que superaron depuraciones y consejos de guerra con distintas penas de cárcel o absueltos[1]. Todo eso se hizo para extirpar de raíz cualquier pensamiento disidente. Se hizo para uniformar la sociedad isleña (y española en su conjunto) a través de dos tamices. El primero supuso aceptar la tutela moral de la Iglesia Católica y la obediencia a sus preceptos y a sus clérigos. Y el segundo filtro supuso aceptar la unívoca dirección política del Movimiento Nacional. Sin desviaciones ambos. En otro contexto habrá oportunidad de narrar esa otra represión que no acaba en la fosa común, pero que contribuyó a conformar el terror que desplegó el franquismo para rediseñar la sociedad isleña.

No hay nostalgia del tiempo que hemos pretendido recuperar. Fue un tiempo pasado y peor. Lo que sí existe es un deseo de integrar el conocimiento del pasado en el presente que nos determina y que inevitablemente conforma nuestro futuro. Las sociedades necesitan conocer su pasado para explicar el pueblo que hoy somos. Las raíces, el tronco, las ramas, las hojas… los nutrientes del pasado, asumidos y converti-dos de una vez en aire fresco. Y entonces el ciclo de la historia se habrá cerrado.

Este libro ha querido ser el relato de la gente represaliada y silenciada en San Fernando. Las personas que —según decía el maestro republicano González Linacero— son los verdaderos sujetos de la historia. Los que en La Isla de los años treinta apenas tenían la fuerza de sus brazos y, con su necesidad de pan y justicia, intentaron mover la sociedad para sacarla de la Edad Media. Este libro también es la historia de los pocos que intentaron empoderarlos desde la calle, la salina, desde los pequeños empleos, desde los sindicatos, partidos obreros y desde los escaños del ayuntamiento.

A través de los cientos de documentos consultados en el Archivo Municipal de San Fernando —muchos de ellos transcritos directamente, otros muchos contados para dar fluidez al texto oficial— hemos conocido a los personajes del drama. Unos, desde sus escaños, no solo administrando la ciudad, sino llevando a la práctica las políticas que les condujeron directamente al paredón o a la cárcel… otros, desde la reivindicación obrera. Y otros, con sus respectivos uniformes, de blanco, de caqui, de azul y de negro, según los casos. Todos esos hombres, ciertamente fueron consecuencias del tiempo que les tocó vivir, nadie puede evitar eso… pero otros muchos fueron consecuencia de su libre decisión y elección.

Los actores del drama que usaban galones, gorras de plato y fajines, tenían las armas y la brutalidad para usarlas contra otros españoles… venceréis, pero no convenceréis, les dijo Unamuno. Posiblemente no haya mayor deshonor para un militar que alzar sus armas contra sus propios compañeros y contra sus vecinos. Los de uniforme tenían el íntimo convencimiento de que su obligación y su deber estaban con su Patria particular, no con la República de hombres libres a la que prometieron lealtad y defensa. Los guerreros, embregados en las peleas de Marruecos, pusieron la fuerza bruta. No todos, pero sí los suficientes. Todos los que vestían la camisa azul del fascismo nacional apostaron ciegamente por el bien supremo y sagrado de una Patria única y excluyente, costase lo que costase. Y, por último, los que se enfundaban en la sotana negra santificaron el exterminio de los díscolos como si de una Cruzada contra el infiel se tratara. Y todos ellos, militares, fascistas y clérigos utilizaron la violencia para dos cosas: para cerrar el paso a justas reivindicaciones de dignidad y modernidad, y para defender los privilegios de las clases dominantes. ¿Con qué excusa? Con la manida excusa de mantener la civilización cristiana y un orden que solo servía para perpetuar los privilegios de los pocos a costa de los muchos. Lo de siempre. Parece que la historia se moviera en un eterno bucle.

El problema afloró cuando los intentos de entregar derechos a los depaupera-dos chocaron con el monopolio del poder político que permanecía en manos de las clases dirigentes. Y estos hombres, auto investidos en patricios de la Nueva España, utilizaron su particular concepto de patria como un dogma de fe incuestionable. A los romos militares, a los fanáticos falangistas y a los intransigentes católicos les proporcionó seguridad moral y la suficiente justificación como para deshumanizar lo que llamaron la anti-España (republicanos, marxistas y masones) y, una vez convertidos en cosas, eliminarlos física o socialmente sin remordimientos. La humanidad ensaya estos mismos caminos una y otra vez. ¿Y cómo deshumanizaron a los vecinos hasta hacer de su eliminación algo fútil? Lo hicieron inyectando en la sociedad, de manera insistente, un discurso de odio dirigido directamente contra todos los ciudadanos a los que no identificaban como personas de orden y recta moral. En una columna de prensa local titulada ¡Arriba España! y firmada por J.D. se puede leer que con las banderas victoriosas muy en alto, habrá que «…pasar sobre los cadáveres de los culpables, que son los masones, marxistas y cuantos enemigos de España deban caer, cuyas cabezas serán pisadas por las plantas de todas las legiones patrióticas…»[2]. Pero hay más ejemplos que han quedado escritos para la posteridad. Don José Mª Pemán era cristalinamente claro en su discurso[3]: «El pueblo español ama la justicia pura…». ¿Qué era para Pemán la justicia pura? La que «…no se detiene en escrúpulos legalistas». Y añadía para justificar la atrocidad: «…es popular todo Régimen, todo Caudillo, todo hombre que administra paternal e inflexiblemente una amplia justicia extralegal». Semejante invitación —actuar al margen de lo legal— cayó en terreno fértil y tal reflexión en boca de tan influyente orador e intelectual invitó al exterminio extralegal de los que ellos llamaban izquierdistas, republicanos y masones en las tapias de los cementerios de media España. Un discurso de odio justificó la barbarie.

Pero la gente normal —la de San Fernando y la de cualquier parte—, la gente que ni es buena ni mala, la que se encuentra en mitad de la batalla de otros, la que es acrítica, la que ya tiene suficiente con comer y sobrevivir cada día, esa gente se mimetizó con los valores y con la estética fascista que dominaba la ciudad, simplemente porque era lo más inteligente. En muy poco tiempo, lo mayoritario se convierte en cotidiano y en normal, y la normalidad acaba justificándolo todo cuando entra a formar parte de la cultura dominante. Y en esos momentos eliminar al marxista y al masón, esconder el crimen y olvidar a la víctima fue la normalidad institucional. Si eso es lo que hacían las personas de orden y recta moral, que iban a misa todos los domingos, es porque no debía ser censurable.

Se escribe este libro para invocar la legalidad republicana. Para dejar claro que la única violencia que hubo en San Fernando la provocaron las fuerzas reaccionarias contrarias a la República. Se escribe para recuperar la memoria y la dignidad de las personas que fueron represaliadas por el franquismo en San Fernando. Se escribe para ayudar a encontrar sus cuerpos abandonados en las fosas anónimas y para nombrar a los que sufrieron persecución, palizas y privación de libertad por sus ideas o por su trabajo. Se escribe para recordar a los que tuvieron que esconderse y vivieron asustados buena parte de su vida porque, sin saber cómo ni por qué, a sus vecinos los convirtieron en enemigos. Se escribe para contribuir al estudio de la historia ocultada en esos años y superar el debate emocional que provoca. Se escribe para señalar las ideologías que ilusionaron al pueblo y las ideologías que lo aplastaron. Recuperar la Memoria de los muertos y olvidados es una cuestión, en su raíz, de derechos humanos conculcados. El derecho de las víctimas vivas a cerrar su duelo. El derecho a citar los nombres de los muertos en voz alta, en la inteligencia de que, si hay víctimas, hay victimarios, es decir, hay criminales y asesinos. Se escribe este libro porque tenemos derecho a conocer.

Esos Derechos Humanos no solo atañen a las víctimas directas de la represión, las que fueron encarceladas, torturadas y asesinadas durante la Guerra Civil y el franquismo —y no olvidemos que también son víctimas del franquismo todas las mujeres, porque perdieron sus derechos; y todos los niños encorsetados en la educación castrante de posguerra—. Son Derechos Humanos que se trasladan en el tiempo hasta impactar en las víctimas vivas, las que hoy pasean por San Fernando y cualquier otra ciudad de España. Hoy son los nietos los que han sido capaces de llorar abiertamente aquellos crímenes, pues fue tal el miedo inoculado a los coetáneos que muchas de las viudas, padres e hijos ni siquiera fueron capaces de mostrar el dolor y la rabia. Y en tantos casos, ni siquiera transmitirlo.

Recordar es nuestra obligación. Para conocer y no olvidar se escribe este libro.


[1] Para consultar los cientos de represaliados en San Fernando, véase la web administrada por el autor: < http://RepresionEnSanFernando.es >

[2] HMHMSF. La Correspondencia de San Fernando, 21 agosto 1936. ¡Arriba España!

[3] Parte del discurso de José Mª Pemán Pemartín en el homenaje tributado a don Ricardo Isasi Ivison, alcalde de San Fernando, celebrado en el ayuntamiento de la ciudad en diciembre de 1936. Discurso íntegro publicado en La Correspondencia de San Fernando, 21 diciembre 1936. El homenaje que San Fernando tributó el pasado sábado al alcalde don Ricardo Isasi Ivison.


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