
Franco era pequeño, más bien barrigoncete y con mala leche, con muy mala leche, la verdad —lo digo porque me acuerdo personalmente de los tres detalles—… aunque, por entonces, el niño tenía una idea más amable del personaje; que era la imagen que nos ofrecía el No-Do, o sea, un abuelete pescador de salmones, bonachón y cariñoso con sus nietecitas. Eso sí, al niño, las nietas le parecían repelentes y virtuosas niñas de colegio de pago… de monjitas, por supuesto.
Pues en ese lugar de Ceuta levantaron los vencedores un monumento en torno a las huellas de los pies de Franco… cuando el niño veía la enormidad de esas huellas de hormigón comprendía la grandeza del personaje que tanto salía en el No-Do. Aquellas marcas en el suelo eran la referencia para medir el paso del tiempo… ¡¡Mira, papá, soy Franco!!
Sí, recuerdo que el niño introducía los zapatos de domingo en la impronta del gran hombre… pero, inevitablemente, el tiempo las fue empequeñeciendo en todos los sentidos. Y llegaron a ser tan pequeñas que entonces fue un placer hollarlas con saña…
Sí… con el tiempo pasa eso. A todos coloca en su sitio el tiempo. El tiempo convierte en efímeras las cosas que parecían eternas. Por eso, poco tiempo le debe quedar a los Pies de Franco… y no sé qué sería lo más honesto. Tampoco sé si hay que ser honestos, generosos, rectos o prácticos… ¿Hay que olvidar los Pies de Franco en un rincón o dejarlos en su sitio para recordar la ignominia de unos hombres contra otros hombres? O sea, ¿olvidar de una puñetera vez o tener presente la pedagogía de una guerra fraticida?
No paro de hacerme la pregunta… tal vez porque no me gusta la respuesta que me doy a mí mismo.