Hubo un tiempo en el que no había pereza para nada. Las calles de Sevilla no tenían secretos y cada rincón era familiar. En ese tiempo coger la mano de aquella chiquilla de ojos achinados -que cuando reían se transformaban en un par de puñaladas en un tomate- era el colmo de la sensualidad… no deberíamos olvidar aquella sensación (¡y no la he olvidado!) Y tampoco deberíamos olvidar los escenarios de otro tiempo porque fue en ellos donde también aprendimos a ser lo que somos…
No es mala cosa volver a caminar los viejos caminos (tenía razón Saramago), pero ahora con más años, con menos ataduras y más largueza; trazar sendas paralela con pasos menos elásticos y más pausados; remirar los rincones donde ahora han crecido árboles nuevos; comparar las viejas esquinas de la ciudad y ver que sigue existiendo el mismo recodo donde Emilio vomitó la borrachera… y sentarse en el mismo banco de la plaza del Duque donde oí por primera vez a mi compadre Carlos Bernal cantar En tu Piel hay grabada una P de Poeta, Pensión y País… y la gente que pasaba no sabía si aplaudir o dejar una propinilla. Hacer todo eso, repetir los pasos, viene a confirmar nuestra presencia en la vida pero desde otra posición…
Si… en aquel tiempo era un placer sentarse con ella en un bordillo de la acera, con la catedral a modo de respaldo, y devorar a medias un bocadillo de sobrasada del Horno San Buena Ventura y, de paso, discutir con Jhonny -el puñetero amigo que me disputaba el amor de la chiquilla- si ese trozo de piedra era una simple roca de composición química determinada o era un trozo de catedral con alma humana… mientras ella calibraba los argumentos del químico y del artista.
A la larga ganó el químico… y todavía me pregunto por qué.