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Don Félix Carrasco en el recuerdo de Milan
«También hizo falta cabrear a don Félix Carrasco, que fue nuestro profe de latín. Ese día se encontró la pizarra llena de cruces gamadas porque a algunos chicos (Mena, Bravo, Anguiano, etc.) les atraía esa simbología sin saber qué escondía el nacionalsocialismo alemán. Por entonces la historia no contemplaba el extermino sistemático del pueblo judío y la gesta de la División Azul era tenida muy en cuenta.
Don Félix nos prohibió terminantemente volver a pintar cruces gamadas, y hasta echaba escupitajos por la boca cuando nos dijo que no teníamos ni idea de lo escondía tal simbología; que los nazis eran los causantes del asesinato de millones de judíos… Fue la primera noticia que muchos tuvimos del holocausto. Cuando don Cecilio leyó este recuerdo en internet, dejó escrito para el homenaje póstumo de don Félix: “…no se puede pedir a un arranque de indignación cívica mayor efectividad educativa”. Y tiene razón, actualmente ni siquiera sé declinar rosa/rosae, pero jamás he olvidado que don Félix nos mostró la cara de los fascismos, incluido el nuestro.»
Don Cecilio Alonso y don Félix Carrasco mantuvieron su amistad hasta el fallecimiento de este último. Con motivo del homenaje póstumo, don Cecilio envió a la comisión organizadora el siguiente recuerdo de su amigo. Sirva también este documento para que sus alumnos de hace 40 años conozcamos las dificultades que aquellos profesores tuvieron que sortear:
Prof. D. Alfredo Hermenegildo: Por Lidia García he sabido que coordina usted un homenaje académico a nuestro llorado amigo Félix Carrasco. En cualquier caso quiero manifestarle mi adhesión al mismo y me gustaría saber fecha y lugar del mismo por si me fuera posible asistir personalmente. Félix era profesor ayudante de Don José Vallejo en la Complutense cuando yo comencé mis estudios de Filosofía y Letras, en 1958, pero no comencé a tratarlo hasta nueve años más tarde, cuando me incorporé al Instituto Mixto de Ceuta, donde él ejercía su primer destino docente como catedrático de Latín. Cuando llegué a dicha ciudad, con el bagaje adquirido en la resistencia cultural de los Clubes UNESCO, ya conocía yo algún artículo suyo en Cuadernos para el Diálogo. Saberlo allí me parecía una garantía contra el aislamiento intelectual. Y no me equivoqué. Desde el primer día, él y Lidia nos advirtieron de las peculiaridades de la ciudad y nos descubrieron –a mi mujer y a mí– los parajes, todavía vírgenes, de su campo exterior. Su acogida facilitó la inmediata confianza de otros entrañables colegas como el filósofo Antonio Aróstegui, el arabista José María Fórneas, el pintor Arturo Company o el arqueólogo Carlos Posac. Me encontré con ellos y con Carrasco en unos momentos esperanzados cuando comenzaba a despuntar un asociacionismo docente que pretendía superar el corporativismo, dispuesto a fortalecer un modelo laico de enseñanza pública basado en la objetividad científica y en la responsabilidad cívica de los educandos, que se pudiera democratizar sin merma de su calidad. Un sueño. Vivir en Ceuta en 1967 implicaba ritmo lento, sensación de espera y distanciamiento físico del territorio peninsular que, sin embargo, como el don Julián de la leyenda, teníamos permanentemente a la vista. Cualquier gesto resultaba simbólico, y cada uno de nosotros trataba de eludir ambigüedades mediante vías de conducta ejemplarizante que calaran en nuestros alumnos. Ni que decir tiene que estábamos discretamente vigilados y que con frecuencia nos parecía advertir fracturas en nuestra correspondencia. Jovencísimos estudiantes informaban en los órganos locales del Movimiento de las que a sus rudos oídos pudieran antojárseles heterodoxias o herejías ideológicas de algunos profesores. En este juego Félix mantenía una coherencia ejemplar, sin preocuparse de los prejuicios castrenses de una ciudad donde se nos advertía a los funcionarios públicos que un desliz en nuestras opiniones podía aparejar el extrañamiento inmediato en el siguiente transbordador. Aquellos gestos de dignidad cívica confirieron a Félix un aura de integridad radical que infundía un gran respeto. ¿Quién sino él se hubiera atrevido a guardar un minuto de silencio tras la ejecución de Julián Grimáu, en un Instituto donde todavía algunos profesores iniciaban sus clases rezando un Ave María? ¿O qué otro capaz de apear de su automóvil a cierto colega que, en el calor de una controversia, había defendido ideas hitlerianas? Me cuesta ahora precisar detalles. Pero, por suerte, hay en internet un testimonio a dos voces, inestimable por su espontaneidad, de unos antiguos alumnos que, cuarenta años después, en lucha con la desmemoria, se declaran deudores de uno de aquellos arranques de su profesor de latín. Los nombres pueden llegar a olvidarse pero persiste la memoria de un gesto ejemplarizante que, ajeno a toda previsión didáctica, podía en un instante sumir en la perplejidad catártica a unos adolescente sujetos a la ignorancia metódica de la historia contemporánea. No se puede pedir a un arranque de indignación cívica mayor efectividad educativa. El texto lleva en la red dos o tres años, aunque ignoro si Félix tuvo ocasión de leerlo. “Recuerdo –escribe un tal Milan (llamado en realidad Miguel Ángel López Moreno)– que el profesor de latín que tuvimos en cuarto lo hizo a voz en grito contra los nazis y los regímenes afines. Fue valiente el tío. Era el curso 1964/65. Lamento no recordar su nombre porque es uno de los profesores que influyó en mi forma de pensar desde ese momento (¡ERA DON FELIX CARRASCO! –desvela un desconocido interlocutor-. Ese curso les dio a unos cuantos por pintar en la pizarra, entre clase y clase, cruces gamadas, cruces de hierro y simbología nazi… simplemente porque era lo que aparecía en los TBO’s de Hazañas Bélicas y estos chicos se identificaban con los perdedores… Pues un buen día, que este profesor de latín (DON FÉLIX CARRASCO) se encontró la pizarra llena de simbolitos nazis, se puso rojo y se le hincharon las venas del cuello y, a voz en grito, nos explicó el holocausto del pueblo judío a manos de los que usaban estos simbolitos tan monos… era la primera vez que escuchaba esas cosas porque, por esos años, la historia era distinta y ciertos hechos no existían. La bronca que nos echó me encendió una lucecita. Gracias, DON FÉLIX CARRASCO, profesor de latín.” http://www.galeon.com/fotosdeceuta/aficiones1059270.html [está obsoleta] Desde una perspectiva metodológica, el realismo crítico de entonces nos duró mucho tiempo a quienes permanecimos pegados al terreno, viviendo las zozobras sociológicas en el día a día del tardo franquismo y de la transición. En cambio Félix, apenas se vio libre en las Américas comenzó a profesar postulados estructuralistas con un rigor admirable y un claro concepto de lo literario, que quizás no ha sido todo lo apreciado que merecía por escapar al área de la estilística que predominaba bajo los dominios filológicos de Dámaso Alonso y de los grandes exiliados del Centro de Estudios Históricos. La ilusión de Carrasco era trasladarse rápidamente a un Instituto de Madrid. Pero condicionamientos administrativos le obligaron a solicitar la excedencia del cuerpo de catedráticos de Enseñanza Media, convirtiendo lo que parecía inicialmente una experiencia temporal, en un alejamiento de veinte años. Casi un exilio de tercera generación, porque en el fondo algo tuvo de destierro voluntario la decisión de expatriarse en busca de legítimos estímulos profesionales que no estaban al alcance de un catedrático de la enseñanza media en España. Su llegada a Middlebury College en 1968 le forzó a trabajar duro en un campo que le era menos familiar –el de la literatura castellana– pero le permitió ensanchar horizontes. De manera natural su sólida preparación como latinista le permitió orientar sus investigaciones hacia la proyección del imaginario clásico en la literatura castellana medieval y renacentista, así como su interés por la narratología y el teatro de los siglos áureos. Su autoridad se extendía desde lo lingüístico a lo literario y estructuralismo fue herramienta adecuada al rigor racionalista con que abordaba su trabajo. Desde Vermont, y luego desde Canadá, las cartas que conservo de aquella época muestran que no dejó de cultivar su conciencia cívica española ni de permanecer atento a otros conflictos internacionales: el mayo francés, la invasión soviética de Checoslovaquia y a la irreversibilidad de la salida estadounidense de Vietnam. Mantenerse atento a su contemporaneidad no era sino la otra vertiente de su curiosidad intelectual humanista cuyo vasto dominio se extendía a lo largo de la cultura heredada de la latinidad. Más valoraciones bibliográficas son innecesarias para el caso, después del excelente resumen que han hecho ustedes en Teatros de los Siglos de Oro. A vuela pluma, su obra analítica y crítica es digna de la mayor estima. Su edición de El Lazarillo, su ensayo sobre El Coloquio de los Perros, sus luminosos estudios sobre tópicos de la latinidad traspuestos a la literatura o al teatro del Siglo de Oro, permanecerán largo tiempo como sugestivos instrumentos para el conocimiento de la cultura española. Reiterándole mi adhesión a la iniciativa del homenaje, reciba el aprecio de Cecilio Alonso. Centro UNED, “F. Tomás y Valiente”. Valencia. |
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