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Prólogo inédito de Agustín González Morales


Agustín González Morales. Autor del prólogo. Capitán de Fragata de la Armada Española, ingeniero de Armas Navales. Último Jefe de los Polvorines de la Armada en Fadricas. Por diversas circunstancias la edición se imprimió sin prólogo, pero lo tuvo. Hoy, al margen de tales circunstancias, lo compartimos.


Haber sido el último jefe de los polvorines de Fadricas me produce sentimientos contrapuestos. Y es que el proyecto ilusionante de poner en marcha los nuevos polvorines de la base naval de Rota se vio ensombrecido con la sensación casi amarga de haber tenido que dar el cerrojazo a Fadricas: nada menos que ¡doscientos setenta! años al servicio de la Armada. Piensa, lector: mucho antes de que las tropas de Napoleón invadiesen España ya había polvorines en Fadricas. Y a mí me tocaba cerrar aquellas instalaciones centenarias.

Se desgranaban los últimos días del mes de mayo de 1998 cuando el jefe del arsenal de la Carraca –a la sazón, el vicealmirante don Alfonso Mosquera Areces– me llamó a su despacho:

–- Empieza a pensar, te encargarás de desafectar los polvorines de Fadricas y de poner en marcha los de la base naval de Rota-–. Esas fueron sus palabras: escuetas, ejecutivas, como solía mandar don Alfonso a los que hemos tenido el honor y el orgullo de servir a sus órdenes.

En aquel momento, después de muchos años de rumores sobre el desmantelamiento de Fadricas, la sospecha, cada día más insistente, abandonaba esa categoría de «correveidile» para convertirse en el primer paso de un trabajo que culminaría en agosto de 2001.

111-vistaPolvorines
El almacén para la pólvora de Su Majestad que se llamó San Jerónimo

Cuando el 7 de septiembre de 1998 me hice cargo de la jefatura de los polvorines de Fadricas y por primera vez me senté en aquel despacho diminuto del edifico de mando –-que más que edificio eran dos habitáculos unidos y prefabricados, con aspecto de caravana de camping-–, tuve una sensación de provisionalidad parecida a la que se siente cuando el camión de mudanzas está a punto de llevarse el último sofá de la casa que estás a punto de dejar (de eso los militares tenemos sobrada experiencia).   Pero, como una premonición, a los pocos días, un sargento de infantería de marina, de guardia en el destacamento de seguridad de Fadricas, me habló de su afición por la arqueología y la historia. Me dijo que cerca de «la garita de la muerte» –así, con ese nombre tan escatológico, llamaban los soldados a la más alejada, situada al lado de la rampa que desciende al espigón de Punta Cantera– había encontrado inscripciones y piedras con muchos años, algunas, según él, del siglo XVIII. Y no se equivocó en la datación.

Como un relámpago, aquel comentario me puso las pilas: no bastaba con transportar todas las municiones a Rota y desmantelar los talleres de municiones y el laboratorio de pólvoras. No, no bastaba con vaciar los polvorines. Había que recuperar su Historia, con mayúscula. Sin quererlo, aquel sargento me zarandeó el espíritu de manera que una sensación de responsabilidad por recuperar la Historia allí vivida se convirtió en uno de los objetivos –y no precisamente el menos prioritario– en esos momentos en los que empezábamos a preparar lo que luego sería «El Plan de Traslado».

Así, desde aquel instante, Fadricas no sólo fue lo que era en ese momento, sino todo lo que había sido hasta entonces. De alguna manera –aún no sabía cómo– había que dejar constancia de ello. Y no bastaría con hablar del espigón de Punta Cantera, del viejo embarcadero o de los almacenes de pólvora, de cuyos orígenes aún no sabíamos nada. Había que darles vida con las personas que los pisaron, los diseñaron, los construyeron o les dieron una razón de ser con su trabajo.

Enseguida pensé que Miguel Ángel López Moreno, químico del laboratorio de pólvoras de Fadricas, podría ser quien se encargase de ello cuando supe su afición por lo antiguo, los legajos, etc.; además, posee una sobresaliente habilidad escribiendo. Le dije: «¿Por qué no investigas esto y, si hay suficiente, incluso haces un libro?». Miguel Ángel dijo sí. Rotundamente. Y claro que había suficiente.

***

Para comprender mejor el trabajo que ha realizado en este libro, hay que conocer alguna de las facetas de su forma de ser. Si algo lo define es su humildad. No necesita encumbrarse ni demostrar lo que sabe; al contrario: en seguida le quita importancia a lo que se trae entre manos. No es que no crea en su trabajo, no, considera que es necesario hacerlo, y hacerlo bien, pero sin mayores aspavientos. Los que hemos leído lo que escribe, o escuchado alguna de sus conferencias, hemos podido comprobar como, de una manera suave, libre de ataduras academicistas y sin prejuicios, a media voz, va colocando la historia de Fadricas en su sitio, dándole la importancia que realmente tiene, sin necesidad de sobrevalorarla. Miguel Ángel ha sabido abandonar desde el principio su protagonismo para otorgarle a la propia historia su papel; algo así como «no importa quién la cuente, sino lo que está contando». Por eso, cada uno de sus hallazgos –y no son pocos– está documentado y ratificado mediante varias fuentes. Fíjese, respetado lector, que el libro tiene 345 notas a pie de página, más de 50 fuentes bibliográficas y más de 130 ilustraciones.

Pero un estudio de esta profundidad, dedicado a tan pequeño espacio físico, podría haber sido un trabajo sólo para minorías o doctorandos obligados a proponer una tesis. Pues no. Es un libro ameno, escrito con un lenguaje fluido, pespunteado con cierto humor socarrón, si las circunstancias narradas lo permiten. No es simplemente un conjunto de anécdotas más o menos enlazadas. Es Historia, la historia circunscrita al recinto que hasta el año 2001 fue la zona militar de los polvorines de Fadricas (esta zona no es solo la ocupada por los polvorines, sino también la destinada a los talleres de municiones y al laboratorio de pólvoras, ampliada con los espacios de seguridad que tales instalaciones requieren. Casi 500.000 metros cuadrados).

Miguel Ángel ha sabido insertar la historia de Fadricas dentro de su contexto general, enraizándola en la de la Isla de León y en la de la Armada de cada época, desde finales del s. XVII. Porque la Historia no es sólo un ejercicio de documentación más o menos intenso, de localizar datos, comprobar su veracidad y narrarlos con coherencia. La Historia es, sobre todo, un trabajo de análisis y explicación de los hechos ocurridos que, si se tratan con objetividad, distancia e imparcialidad, puede hacernos entender la actualidad. Miguel Ángel, con esta perspectiva, ha realizado un trabajo riguroso, empleando una técnica de análisis temático que evita el adormecimiento que un estudio cronológico produciría incluso al lector más interesado, sin dejar de contar anécdotas (como la del panis nauticus o la del perro zizobra, por citar solo dos) que sorprenden por su frescura y amenidad. Historia y anécdotas perfectamente acopladas con el resto de los acontecimientos que se producían, al unísono, en la Isla de León y en la Armada de cada momento.

Por eso Miguel Ángel consigue enganchar al lector, empleando un lenguaje que recuerda la intención de entretener de una novela. El lector percibe que le están llevando de la mano desenmarañándole los sucesos que está leyendo, manteniéndole en vilo y con un punto de emoción ante el desenlace que se avecina en las  próximas páginas. No es fácil escribir así.

Cuando me pidió que hiciese este prólogo –desde aquí, gracias por este honor– quise conocer sus propias sensaciones. Por eso, a pesar de los cuatro años que lleva aguantándome en los polvorines (Miguel Ángel sigue siendo el responsable del nuevo laboratorio de pólvoras en la base naval de Rota), le entrevisté para indagar en lo que había experimentado al escribir La Heredad de Fadrique. Lo primero que me contó fue la sorpresa que se llevó, porque llevaba más de veinte años trabajando en Fadricas, pero fue el último año cuando descubrió que los dos viejos polvorines, el espigón de Punta Cantera y el embarcadero, eran algo más.

–- A pesar de estar ahí, a la vista, no supimos mirarlos… y, de repente, ¿sabes?, aparecieron como monumentos escondidos en el interior de la selva-–. Esas fueron sus palabras.

A partir de ese momento, conforme avanzaba en la investigación histórica, me confesó que comenzó a sentir un cariño especial que le aferraba a la Armada y a San Fernando, donde, este ceutí de cincuenta años, vive desde hace más de veinte.

Empezó a escribir este libro en febrero de 2001, «partiendo de la nada», según sus propias palabras, pero en seguida sintió que no podía dormirse:

–-Esto es urgente-– me dijo-–. Si no contamos pronto lo que estamos dejando en Fadricas, corremos el peligro de que vengan las escavadoras y derriben trescientos años de historia de la Armada y de San Fernando, como sucedió con el acueducto de los Arcos, porque esa construcción, por culpa del olvido general, se convirtió simplemente en un conjunto de piedras viejas que estorbaban… ¡menudo pecado cometimos entonces! Las piedras tienen alma –insistía– y no tenemos ningún derecho a negársela. Al contrario, a nosotros nos corresponde, por obligación y por devoción, preservarla.

Así, Miguel Ángel me habló de la ilusión con la que se acercó a los archivos de Simancas, en Valladolid, o al de Indias, en Sevilla, para intentar recuperar la historia olvidada de Fadricas. Y con orgullo me confesaba cómo había encontrado, por ejemplo, los planos originales del espigón de Punta Cantera o los documentos del pertrechado de este o aquel navío de Su Majestad, que le servían para  amarrar un cabo suelto de la madeja de los sucesos que en Fadricas se produjeron. Orgullo e ilusión que aumentaban más y más su sensación de responsabilidad por dar a conocer la historia oculta en aquellas piedras y en los hombres que las pisaron.

–-Nadie se había dedicado a estudiar en profundidad esta parte de la costa de San Fernando-– insistía Miguel Ángel -–y me sorprende porque allí en Fadricas está uno de los núcleos germinales de la Real Isla de León. Queda tanto por estudiar: hay que profundizar en las murallas de Punta Cantera, que en el libro quedan casi inéditas, hay que rebuscar en los archivos de la Junta de Fortificaciones de Cádiz…. Espero que este libro sirva para que las autoridades conozcan el valor histórico de Fadricas y que sean inteligentes a la hora de diseñar su uso futuro, incluso el urbanístico.

Entonces, Miguel Ángel me habló de ideas como las que publicó en el diario de Cádiz del 5 de mayo de 2002, donde proponía, entre otras iniciativas, hacer de Punta Cantera una galería de arte a cielo abierto: sugería que las fachadas blanqueadas de los polvorines fuesen lienzos donde muralistas de prestigio podrían plasmar «la carga emocional de la injusticia, y que cada fachada fuese un desgarrado grito gráfico y una denuncia, en colores o en grises, contra las guerras…», algo parecido al bosque pintado por Agustín Ibarrola en Oma, Vizcaya. En el fondo, Miguel Ángel, aunque escéptico, sigue siendo un idealista.

***

Para acabar este prólogo –que más parece un epílogo, porque de Fadricas y su relación con la Armada hay que hablar ya en pasado– conviene dejar constancia de cómo desmantelamos Fadricas. Miguel Ángel no lo dice en su libro, porque ha querido que sea yo quien lo haga. Cumplo su encargo.

Antes que nada, sepa el lector que no toda la información de lo que fue el traslado a Rota está disponible para plasmarla aquí, porque no podemos olvidar que cuando se habla de municiones, es lógico que aparezca el velo de lo confidencial y reservado.

Como queda dicho más arriba, fue el vicealmirante don Alfonso Mosquera Areces quien en mayo de 1998 me dio el banderazo de salida para elaborar un «Plan de traslado». Estaba ya al mando del arsenal el vicealmirante don Ángel Tajuelo Pardo de Andrade cuando el Plan fue aprobado por el Almirante Jefe del Estado Mayor de la Armada. Sólo un par de semanas después, el vicealmirante don Mario Sánchez Barriga Fernández tomó el mando del arsenal y, por tanto, de las labores de traslado. A los pocos días, el 6 de octubre de 1999, empezamos a llevar la munición a Rota.

El traslado se realizó por mar, bajo las más estrictas precauciones de seguridad. Se emplearon lanchas anfibias del Grupo Naval de Playa (similares a las utilizadas en el desembarco de Normandía) con base en la Estación Naval de Puntales, al mando del capitán de corbeta don Fernando Brisquis Crespo. Se transportaron en cada viaje seis camiones, también anfibios, de las unidades de la infantería de marina que se cargaban en Fadricas, iban por carretera, a través de La Casería, hasta La Cicla y embarcaban en las lanchas, que los estaban esperando con la porta de su proa arriada. Se efectuaba entonces la travesía hasta la base naval de Rota con la escolta de un remolcador del tren naval del arsenal. Unas tres horas duraba la navegación que terminaba en la playa de levante de dicha base. Por fin, los camiones desembarcaban de las lanchas y se dirigían a los nuevos polvorines.

Última dotación destinada en los Polvorines de Fadricas / 2001

El traslado marítimo de la munición evitó crear alarma social, porque no fue necesario realizar transportes reiterados por carreteras que inevitablemente atravesarían zonas habitadas, aunque sí introdujo ciertas dificultades operativas: condiciones meteorológicas adversas (ese invierno no fue precisamente suave), huelgas en los astilleros de Puerto Real que no aconsejaban que las lanchas pasasen por debajo del puente Carranza, averías en las propias lanchas, falta de disponibilidad de camiones, etc. Además, las unidades involucradas, como nuestra infantería de marina, no podían dejar de cumplir sus misiones principales; es decir, el traslado era –lógicamente– algo secundario que debíamos «ir haciendo» sin interferir en la operatividad del día a día de la Armada. Por eso ya las previsiones apuntaban a que tardaríamos más de medio año en llevar toda la munición a Rota. Así fue. El 23 de junio de 2000, casi ocho meses después, en Fadricas no había munición.

Casi paralelamente se había iniciado en Rota la construcción de los nuevos talleres de municiones y el laboratorio de pólvoras. Una vez finalizadas estas instalaciones había que pertrecharlas con grúas, tornos y un sinfín de equipos que permanecían en servicio en Fadricas. Porque en Fadricas ya no había munición, pero seguía funcionando sin descanso para atender a las necesidades diarias de la Armada. Y no podíamos parar: aparato que se desmontaba en Fadricas, en seguida se ponía en marcha en Rota. En cada caso había que buscar el momento más oportuno para hacerlo, de manera que las unidades de la Armada apoyadas por los talleres y el laboratorio de Fadricas, no «sintiesen que estábamos de mudanza». Se entiende, así, que hasta agosto de 2001 no concluyese el proceso, siendo ya jefe del arsenal el vicealmirante don Manuel Abal López Valeiras.

Aquel 22 de agosto de 2001, con un sol de justicia, más sofocante si cabe por el levante en calma, me despedí del vigilante jurado que la Armada había contratado para controlar el recinto, ya vacío, de Fadricas. Cuando aquel muchacho cerró la verja de la entrada principal, me di la vuelta y supe que debía atesorar ese momento. Empecé a acordarme de todos los miembros de la última dotación de los polvorines y, con la emoción en forma de cote atragantándome la garganta, le recé a nuestra patrona, la Virgen del Carmen, agradeciéndole que hubiese velado por nosotros durante los tres últimos años, para que en ese momento pudiésemos decir, con la satisfacción del deber cumplido, que el traslado lo habíamos realizado «sin novedad». Que no es poco. Gracias Señora.

San Fernando, septiembre de 2002-2010
Agustín E. González Morales


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