Para los monjes benedictinos la hora sexta era un periodo de descanso y mediación. De ahí derivó la siesta… En Cádiz —y en otros muchos lugares sabios—, la hora de la siesta es sagrada, y convierte la ciudad en laberinto de calles silenciosas y solitarias…
·
·
El comerciante ni se molesta en cerrar su comercio. Simplemente apila tres sillas en la puerta y se mete en el chiringuito de al lado, pide un cafelito a Tomás y dormita con la cabeza apoyada en la pared, boca semiabierta y ronquido casual… al final se lo toma frío.
·
·
Y pasado el peor momento de somnolencia, un señor se asoma a la ventana y respira el aire salino que corretea por las callejuelas del viejo Pópulo, por donde fenicios, romanos, árabes y cristianos construyeron la ciudad más primitiva y forjaron todo un carácter…
·
·
Durante la siesta de Cádiz, el único ser vivo parece ser este lazy beggers que me pide 278 euros por dejarse hacer una foto. Y me asegura que es un tío sincero… que se deja de tonterías, que no tiene ni mujer ni niños que cuidar; que no está parado ni le han echado de astilleros ni de Delphi… No, a él lo que le gusta es vivir en la calle, comer en los comedores benéficos, beber cerveza, vino y, cuando las propinas son generosas, fumarse un porro de vez en cuando.
·¡Sí, señor, esto es Cádiz, con un par!
·¡Sí, señor, esto es Cádiz, con un par!