Hoy existe en España una clara desconfianza hacia los poderes públicos. Llevamos años observando que en las encuestas del Centro Superior de Investigaciones Sociológicas el tercer problema más grave que perciben los españoles es su clase política. Y eso ocurre porque, entre otros flagrantes motivos, ya hemos comprendido perfectamente quienes nos gobiernan.
¿Gobiernan los que elegimos y ocupan los escaños o gobiernan los poderes financieros que aportan el dinero necesario?
Y la respuesta es clara. Nuestros políticos no pueden representar a sus votantes porque la praxis política siempre se subordina a los intereses del único valor que importa: el máximo beneficio del que presta el dinero. No hay otra ley en este nuevo paradigma en el que vivimos.
El enorme problema es que ese leitmotiv (máximo beneficio privado) entra en íntima contradicción con una sociedad justa y realmente democrática. Y si relacionamos esta situación con el respeto que debemos al patrimonio histórico de cada pueblo el resultado es muy inquietante. Si queremos que se respeten las raíces históricas de un pueblo —viejas edificaciones, archivos, yacimientos arqueológicos, paisajes, sitios históricos, bosques autóctonos, hábitat natural, etc. — no hay más remedio que colocar el patrimonio en la dirección de los intereses privados que acudan al negocio… porque capitales públicos ya no quedan y/o están a extinguir. Y si no es así, el patrimonio histórico se convierte en un lastre, es decir, en un parámetro prescindible en manos de un inversor privado que tiene como fin principal —en esta lógica— ganar dinero. Y en ese caso —si el patrimonio se convierte en un estorbo— el poder político y el financiero darán los pasos necesarios para que no se reconozca el valor patrimonial que van a destruir, para minimizar su importancia y, sobre todo, para que el osado que intente defenderlo sea tachado de lunático y antipatriota porque prefiere mantener en pie un puñado de piedras viejas, o la vida de unos pájaros de mierda, frente a un puñado de puestos de trabajo…
…puestos de trabajo, por cierto, que ahora son precarios y rayanos en lo esclavizante, simplemente porque ya quedan pocos derechos laborales.
Frente a esta amenaza —que todos los políticos niegan, por cierto, no conozco a ninguno que no sea defensor acérrimo de los valores patrimoniales de su pueblo— hay que desparramar el conocimiento hasta el nivel de las plazas, con alevosía. Hay que democratizar la sabiduría porque conocer el patrimonio de tu ciudad es el primer paso para respetarlo y para obligar a respetarlo. Luego deberemos buscar el amparo de la ley para evitar que los poderes de turno intervengan sobre el patrimonio con intereses extraños. Y en esta tarea divulgativa es obligación —es obligación y responsabilidad de esa legión de apasionados por el arte y la cultura— organizarse e implicarse en la gestión democrática del conocimiento. Hablo de esa cantidad historiadores, artistas, escritores, pensadores, docentes, investigadores en decenas de ramas del saber, que tienen la suerte de CONOCER y la pulsión de construir una sociedad mejor… ellos deberían ser los verdaderos asesores de tanto político sospechoso de una incultura supina. Hablo de la gente que surge de estos tiempos, la gente que se va a organizar y va a intervenir directamente, sin intermediarios, en la política.
La gestión del patrimonio cultural de un pueblo no es el cortijo privado de los políticos de turno, pertenece a la gente, y es obligación de LOS QUE CONOCEN estar en esa gestión… no podemos dejar la política al albur de cualquiera. Tener votos es un valor indiscutible en democracia, pero no nos engañemos, no otorga conocimiento ni sabiduría, otorga un poder que a veces resulta excesivamente holgado para quien lo ejerce.
En San Fernando, la vieja Isla de León, hay gente de este tipo, gente que conoce y se organiza. Merecerá la pena observarla.